Contacto cero
No sé en qué momento pasó.
Quizá fue un martes cualquiera. O un domingo de esos que no se diferencian del resto.
Solo sé que un día me levanté y el mundo ya no pesaba igual.
Las canciones dolían. La comida no sabía. Y el silencio hacía más ruido que nunca.
Ya no era yo.
O quizá seguía siéndolo… pero más cansada, más vacía, más rota.
Como si alguien hubiera pulsado pause sin preguntarme.
Y ahí me quedé. Detenida en un momento que nadie más recuerda. Esperando que algo volviera a encajar. Que tú volvieras a encajar.
Y no volviste.
Ni tú, ni yo, ni nada.
El contacto cero no fue solo contigo. Fue también conmigo misma. Con mis ganas, con mis planes, con mis ilusiones de futuro.
Porque cuando alguien se va sin explicación, se lleva mucho más que su presencia.
Se lleva las promesas, los domingos de manta, los “un día viviremos juntos”, las películas a medias y las conversaciones que ya nunca tendrán respuesta.
Y entonces llegan los días grises.
Los que no se publican.
Los que se lloran en la ducha, en el coche, en el silencio.
Esos días en los que finges estar bien porque no quieres explicar por qué ya no estás igual.
Porque ni tú sabes bien qué fue lo que se rompió.
Solo sabes que… se rompió.
Y aunque duele, también enseña.
Porque con el tiempo, aprendes a seguir. No porque ya no duela.
Sino porque entiendes que nadie más va a vivir por ti.